La superstición y el fangoso camino de la razón desafiada por la falta de pruebas, llega a los artistas casi como parte de una misma materia, la que compone la propia magia de la creación. ¿Cómo es posible que en un mismo individuo convivan la intelectualidad y la profanidad?
Yo por las dudas toco madera.
De la superstición al delirio
La carencia de fundamentos racionales lleva a los hombres, en muchos casos, a aferrarse a pequeñas ceremonias íntimas e inconfesables, con el único fin de orientar la suerte. Es muy reconocido el menú de supersticiones y cábalas de Truman Capote, que los viernes no comenzaba ni cerraba un relato, o que tenía una evidente aprehensión por el número 13 entre otras manías.
Dickens, por su lado, dormía mirando al norte, un curioso anticipo del feng shui, aunque irracional y basado en la superstición de que, de otra manera, su escritura no tendría la mejor calidad.
La superstición trae mala suerte.
Umberto Eco
Gustav Flaubert era un obsesivo de las habitaciones con cinco ventanas y de los pisos altos, argumentando su observación ininterrumpida del “cielo universal”.
Y por estos días, el colmo de la superstición lo tiene Dan Brown, el autor de Código Da Vinci, que se cuelga de los tobillos o camina con botas de gravedad cabeza abajo, cuando no le salen las ideas.
Como dijo Voltaire: La superstición es a la religión lo que la astrología es a la astronomía, la hija loca de una madre cuerda.
Pero el colmo todavía no lo vimos
La excéntrica poetisa británica Edith Sitwell, dormía en un ataúd abierto cuando estaba elaborando un texto.
Pero el que acaso suena como más delirante es Dante Alighieri con su obsesión por el número 3. Afecto a la simbología y a las cábalas, su “Divina Commedia” estaba desarrollada en tres partes, en las que describe un viaje por los tres reinos de ultratumba, integrado por tercetos con cifras en treinta y tres cantos, que suman tres o múltiplos de tres, viaja por los 9 círculos del Infierno y los 9 cielos del Paraíso.
Gabriel García Márquez, evitaba mencionar el nombre de aquellas personas que él consideraba “mufa”. Y había objetos “mal aspectados” como las medias en el acto amoroso, el cigarrillo cuando se está desnudo o las flores artificiales, a las que evitaba y de las que huía.
Como contrapartida James Joyce trataba de vincularse con personas nacidas en Grecia, porque creía que le traían suerte. Usaba anillos en todos los dedos de sus manos para conjurar la malaventura.
Es que el mal agüero, eso del gato negro y el espejo roto, que conforman el paradigma más básico de la superstición, forma parte de nuestro ADN, tiene una huella ancestral de los tiempos en que se mandaba a la hoguera a las brujas. Es decir que hay también algo de colectivo en este fenómeno, del que personas como las descriptas o como tantos otros que no mencionamos, suelen abrevar con inconfesable asiduidad.
En conclusión
Hay cosas que se resisten a evolucionar naturalmente. Uno tiende a creer que el cerebro puede explicar la magia de manera racional. Mientras los matemáticos juegan con las probabilísticas, los escritores juegan con los hados, porque para la literatura no necesariamente todo deba tener una explicación lógica.
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