Bienvenidos al mundo de mi cuarta novela, La clave Muspelheim. Les dejo la intro y el primer capítulo para su evaluación.
Margaretha
Mar Argentino, 2 de octubre de 1880.
Cuatro noches antes, el clima no era tan calmo: el mar no se dejaba acariciar, sino que empujaba con su furia al Margaretha hacia las costas de Ajó, en las afueras de Buenos Aires. El capitán Heinrich Ramien reconocerá algún día que perdió el rumbo en la tormenta, mentirá una avería en el timón y jurará por Dios que los mapas de navegación no estaban claros, pero no podrá confesar los pormenores del crimen que dio origen a la huida, porque tampoco hubiera podido justificar cómo estaba transportando, a contramano de la ley, lo que en realidad transportaba, y lo que es peor, a quién.
En este instante en que se dejaban llevar por la corriente, resignados a un presagio de muerte que parecía inevitable, el bote se balanceaba con serenidad sobre el oleaje moderado. El bulto que los seguía con obstinación, como remolcado por los misteriosos cordeles del espanto, mantenía la misma deriva siguiendo la huella.
De a ratos el bulto, que tuvo un nombre y un lugar entre los pasajeros, se daba vuelta, observándose la cabeza hinchada con los ojos desorbitados y un orificio en la frente.
Esto mantenía al capitán Ramien despierto y alerta, de a ratos contemplando el cielo estrellado y de a ratos la escalofriante perseverancia de esa bolsa de huesos y carnes podridas. Tanteó la llave que llevaba colgada de un cordón que le rodeaba el cuello por debajo de la ropa y suspiró: “esto tendrá que esperar un tiempo”, se dijo.
La luna llena ubicaba bordes de luz sobre el lomo arrugado del mar. Le pareció observar alguna aleta peligrosa dándose una vuelta, de tanto en tanto, alrededor de la pobre y escoriada embarcación que los transportaba en tan precarias condiciones, sin remos, a la deriva y con agua en los tobillos, emponchados hasta la nariz con unas frazadas que rescataron en la precipitada huida. Y luego, como en un ritual consagrado a la abundancia, darle un nuevo mordisco al manjar flotante del que se irán sirviendo inexorablemente.
Especuló que no pasaría mucho tiempo hasta que ellos mismos se convirtieran en comida para tiburones o muriesen coagulados de frío y no sintió nada nuevo, porque su tolerancia al terror se había desbordado en los sucesos que terminaron con el naufragio del Margaretha.
Su contramaestre dormía con la boca abierta y roncaba como un rinoceronte, ajeno al terror y a todo remordimiento. El otro pasajero, mal venido, Ballester, por no llevarse bien con el idioma alemán de sus compañeros de desgracia, prefirió dejarse estar en un letargo hipnótico del que era difícil deducir siquiera si estaba con vida. Parecía respirar. Ramien se tentó con tirarlo al agua para sentirse a salvo, pero el miedo no especula, sólo nos abre las puertas de la percepción.
El frío, el hambre y la sed, en su porfía, fueron degradando el físico de los tres hombres, de modo que esa silueta en el horizonte que parecía venir hacia ellos podría ser interpretada como un espejismo desesperado. Sin embargo, al rato estaban abrigados dentro de un camarote en una corbeta española que los recogió de milagro, Paquete de Valdegas, donde su capitán requería pormenores del naufragio.
El diálogo entre capitanes fue imposible. Alguien diría, sin pretender ser gracioso, que no existen desde la Torre de Babel hasta aquí dos lenguas más antagónicas que la germana y la española. Así que Ballester, un ignoto pasajero del Margaretha, emisario de extraños e inconfesables intereses, se encontró de pronto dándoles una versión lavada de lo ocurrido, evitando detalles escabrosos porque de esa forma podía permanecer en estado de inocencia.
— La tormenta era terrible —dijo Ballester—: entraba agua por todos lados. Ramien decidió acercarse a la costa para proteger la nave de los vientos cruzados y, de pronto, estábamos encallados y la bodega, inundada. La gente se bajó como pudo y se acercó a la orilla a pie.
— Pero si estaban tan cerca de la costa, ¿por qué Ramien y su contramaestre no se acercaron a la orilla como el resto de la gente? —preguntó el capitán del Paquete de Valdegas.
— Desconozco su lógica —mintió Ballester—: no sé qué se les pasó por la cabeza. Bajaron el bote y se fueron a barlovento, desafiando a las olas de cinco metros rumbo al peligro, sin provisiones ni documentos del barco.
— Ustedes están locos. ¿Y usted por qué prefirió irse con ellos en lugar de ponerse a salvo con los demás pasajeros?
— No sé por qué me pareció más seguro quedarme con ellos, quizá la esperanza de sobrevivir y volver a España más rápido que si quedaba a la buena de Dios en estas tierras llenas de indios y de gente salvaje.
— ¿Qué gente salvaje? En la costa hay civilización, gente de pueblo, no entiendo qué conjeturas sacaron.
Los devolvieron a Europa en un oportuno estado de suspicacia. La extraña arquitectura con la que construyeron el relato depositó en el olvido la verdad de los hechos. Sin embargo, las profundas consecuencias de aquel naufragio comenzarían a sentirse casi ciento cuarenta años después.
UNO
Para el escritor armenio George Gurdjieff, la gente no tiene idea hasta qué punto es arrastrada por el miedo mientras éste se vuelve casi una obsesión, y si bien él no especificaba en su misticismo sobre qué bases construía el fundamento, yo empecé a entender el objeto de esta filosofía a la vez que comprendía mi propia fragilidad.
La idea de Gurdjieff siempre estuvo dando vueltas en mis pensamientos de manera dispersa, intangible, hasta que leí con más o menos las mismas palabras esa definición en su libro “Relatos de Belcebú a su Nieto”. No fue una revelación mística, apenas definió con la semántica las torvas emociones que me generaban los hechos que yo estaba investigando y que en adelante voy a narrar.
El miedo era para mí un sentimiento distante, ocasional, más cercano al recelo o a la suspicacia que al terror o al espanto, pero el día que se elevó a la categoría de emoción, en que la angustia y la desconfianza se instalaron como obsesión en cada una de mis acciones, mi vida comenzó a cambiar en el sentido más peyorativo del término, es decir que entré en un descenso vertiginoso lleno de errores, de malas decisiones y de peligros inminentes que justificaron este estado de ánimo.
No hablo de un cambio que degrada sólo mi personalidad, sino toda mi biología. No podría decir que ahora soy un cobarde o, para ser más específico, un cagón. En definitiva, me enfrentaré a lo que tenga que suceder con lo que pueda sin rehusar la batalla, aunque no consiga evitar que esto afecte mi temple, la relación con mis seres queridos, con colegas, en fin, con el mundo que me rodea y, de manera particular, produzca estragos en mi sistemas nervioso y digestivo. Esta sensación de miedo creció a medida que prosperaban las cosas que tenía que perder, o el valor que yo les daba…
Yo llegué al lugar del hecho como lo hacía siempre: un llamado telefónico a tiempo, proveniente de personal bien aceitado de la Superintendencia de Seguridad Metropolitana. Ya explicaré lo de “bien aceitado” para que nadie se llame a confusión. Fui el primero en llegar, apenas pasadas las cinco de la tarde, con mi diminuta cámara digital multiuso que permite sacar fotos y filmar cuando se lo requiera, no por sus nimias y disimulables dimensiones sino a pesar de ellas.
Un departamento en Barrio Norte, en la calle Guido a metros de Callao. Tercer piso. En su rol de amo supremo estaba, dicho en lenguaje coloquial, el Perro Andrizzi, fiscal general, dialogando con Sicher, el Jefe de la Superintendencia de Investigaciones. Cuando les dijeron quién era yo, el Jefe de Policía frunció la nariz como si algo oliese mal. No lo conocía, salvo por comentarios, sabía que lo llamaban “el petiso”, que tenía un mal humor patológico y un carácter a medida de estas particularidades. La antipatía a primera vista fue mutua.
A Andrizzi, en cambio, ya lo tenía registrado: vive en un Olimpo inalcanzable. Era inverosímil que te permitiera ingresar a una escena antes de que estuviese terminada la tarea de la policía científica, de modo que tenía bajas expectativas. No sé qué le dijo a Sicher, pero éste movió la cabeza en sugestivo mohín de afirmación y se acercó al vano de la puerta en donde me tenían descansando. El fiscal desapareció dentro del departamento.
Pensé que la ausencia de identificación corporativa de un medio hegemónico de información influenciaba la buena voluntad de ambos de modo negativo, y ese prejuicio me acompañó para siempre. Por su lado, “el petiso” era un “pelado bigotudo” vestido con traje gris, corbata azul y un pin de la PFA[1] en la solapa. Sus manos carecían de rastros artesanales, eran modelos de extremidades articuladas con belleza dentro de un caro local de manicuría.
— ¿Así que usted es Néstor Gelman? —dijo con una inflexión que denotaba curiosidad y no reproche. Buena señal, pensé. Para mi sorpresa estiró la mano y, mientras yo se la estrechaba y él me la estrangulaba, se presentó con corrección—: Esteban Sicher, comisario.
Una psicóloga de la familia, opina que quienes anteponen el cargo a su nombre están más orgullosos del trabajo que de su persona. Me llamó la atención que en este caso mi interlocutor no respondiera a este automatismo, sino al contrario, y respeto eso. Claro que esta cualidad como envase de un personaje con complejo de superioridad se transforma en materia psiquiátrica y peligrosa.
— Soy Gelman, con ge, no como el nombre de la mayonesa —dije tratando de aflojar la tensión de su formalidad, viejo recurso con el que tuve que cargar toda mi vida y cuyo resultado ya no resulta gracioso.
— ¿Cómo se enteró de… esto? —puso a los puntos suspensivos un gesto con sus manos que abarcaba con desdén todo el departamento.
Su voz nasal partía de oquedades engañosas donde las cuerdas vocales no son determinantes. Las palabras vibraban cancelando otros sonidos menores, y quizá por este motivo sus hombres guardaban un silencio llamativo a su alrededor, acaso para no padecer la amenazante verticalidad de sus expresiones.
No me enteré, vi los patrulleros de la Superintendencia en la puerta y pasé.
— ¡Me va a hacer creer que justo pasaba por acá, de casualidad!
— ¿Es tan importante que yo haya llegado primero?
— Claro que es importante, pero a algunos periodistas nuestras reglas internas y fidelidades los tienen sin cuidado. Y usted es un pícaro al que voy a tener vigilado todo el tiempo. Si pesco a alguno de los míos haciéndole de confidente, le pateo las bolas.
—Yo sólo hago mi trabajo, comisario.
—Y yo he visto varios de sus videos en Internet, algunos causan gracia —dijo y luego se tomó un tenso respiro.
Por supuesto que ignoré la descalificación, porque si escalaba en la reyerta, el que perdía era yo.
— ¿Qué tenemos?
— Comparando con el tipo de investigaciones que usted hace, no tenemos nada. Aquí no hay fantasmas, extraterrestres, asesinos seriales, cuestiones parapsicológicas ni apariciones místicas identificables a primera vista.
— Sicher, si lo que hay acá no es un asunto de los que yo suelo desarrollar en mi web, que no interesa a mis suscriptores y a mis auspiciantes, doy media vuelta y levanto vuelo como un águila guerrera.
Con ademán indulgente, el comisario señaló el camino sin poner ninguna condición, aunque se quedó a mi lado todo el tiempo. Una mujer de unos cuarenta y cinco con cabello rubio y palidez natural con reminiscencias de reliquia rusa lloraba junto a una ventana mientras una agente le permitía el desahogo sobre su hombro con sincera compasión. En un momento se permitió un abrazo discreto acompañando el dolor, y cuando observó al “gran jefe” acercarse a la zona, sólo atinó a poner cara de disculpas, como si estuviera rompiendo algún reglamento interno. Sicher lo dejó pasar algo molesto, pero sin pronunciarse.
El policía científico, envuelto en traje de seguridad desechable blanco, contempló al comisario mientras terminaba de guardar los elementos en un maletín. Lo miró con indiferencia e, ilustrando a quien ejerce el diagnóstico como un trámite, le arrojó: “Fondo ciego”. Estiró los guantes de látex y se dirigió a otro lugar de la casa. El Perro Andrizzi se acercó a nosotros y dijo: no toque nada, por favor. Con un ademán me comprometí a cumplir su pedido de manera responsable.
— Raymond Scharman —dijo Sicher—, edad 45, empresario cultural, según su esposa Helga Kummer. Viven en Stuttgart y visitan Buenos Aires bastante seguido. Este departamento de alquiler pasa gran parte del año vacío.
Alrededor de la cama había personal de policía forense y un fotógrafo con un brazalete que tenía el escudo de la PFA. Yo ya vi este ritual antes, pensé, y no me refiero al ritual científico, sino al objeto de la investigación. Sobre su lecho había un hombre completamente desnudo con agujero en la frente, las extremidades abiertas, las muñecas atadas a la cabecera y los tobillos al pie de la cama, con una larga soga de algodón trenzado que pasaba en equis por debajo de la cama. Es un crimen a medida de mi canal, no entiendo cómo el comisario no se dio cuenta. O se está haciendo el boludo. No pude evitar preguntarme cómo es que me permitieron pasar.
— ¿Qué quiere decir “empresario cultural”?
— No sé, sospecho que deben vender obras de arte. No pudimos profundizar, todavía.
— Alrededor del agujero en la frente hay un bajorrelieve, parece un grabado.
— Sí, pero como usted llegó antes de que los forenses terminaran su trabajo, no hay por el momento mucha más información para darle.
El círculo alrededor de la herida era limpio, prolijo, con unos signos extraños, como si hubiesen oprimido un medallón sobre la piel dejando un sello profundo en bajorrelieve. El hoyo estaba rebasado de sangre con una leve costra todavía húmeda en la superficie, y la frente tenía varios escabrosos caminos bermellones que bajaban por las mejillas y por las sienes.
— ¿Me deja sacar una foto? Sólo a la herida —dije mientras extraía mi camarita del bolsillo y oprimía con disimulo el botón obturador antes de recibir autorización. Como está siempre lista en función “filmar”, me permitió realizar un furtivo paneo en toda la habitación de la que luego extraería una buena cantidad de fotogramas. Si no, ¿cómo creen que consigo por lo general las mejores fotos exclusivas para mi sitio?
— Vilches —convocó el comisario dirigiéndose al fotógrafo y perdiendo de vista mi mano armada, que estaba filmando escondida en la palma—, por favor, saque una foto al agujero en la frente del occiso y envíele una copia a la dirección de email que nuestro amigo Néstor Gelman le va a dejar. Sólo esa foto, ¿soy claro?
— Cenital en primer plano, por favor —agregué.
El fotógrafo hizo un gesto afirmativo con la cabeza, realizó la toma que le pidieron y luego siguió, inmerso en su tarea.
— Comisario, estamos frente a un crimen ritual, no creo que sea el primero, yo ya he visto esto en algún lado. Voy a buscar en mis archivos.
— ¿Le parece? Por ahora es sólo un crimen dibujado con ciertas características que bien pueden parecer lo que parecen, para despistarnos.
— En mi experiencia, la soga es ajena a este departamento, vino con el asesino. El grabado alrededor de la herida es algo sugestivo, puede formar parte del arma con la que Scharman fue ultimado.
— ¿Cómo concluyó que no se trata de un arma de fuego y que el grabado en la frente no es posterior a la muerte?
— Cuando el científico le dijo “fondo ciego”, quiso decir que no había orificio de salida —Sicher se sorprendió de mi conocimiento de medicina legal—. A simple vista, el agujero tiene un centímetro de diámetro. ¿Qué calibre podría ser? ¿Nueve milímetros? ¿Una cuarenta y cinco? Mi intuición me dice que no es por arma de fuego, porque hace más daño que esta perforación tan prolija. ¿Desde dónde le dispararon para que no haya salida? Respecto del bajo relieve, está cubierto con sangre. Si fuese posterior, habría manchas de splash, pequeñas salpicaduras, restos producidos al retirar el objeto de la herida. ¿Usted qué opina?
No pude establecer si en ese momento me erigía como un hombre digno de su respeto o de su sospecha. Lo cierto es que Sicher reacomodó su confianza y ratificó sus prejuicios.
— No me apresuro a sacar conclusiones, acepto que quizá se usó un elemento contundente con punta, talvez un picahielos con una empuñadura que transfirió su grabado a la frente. Me pregunto cuántas personas se necesitan para perpetrar este crimen. Si fue sólo un asesino, podría suceder que primero lo mataran y luego lo ataran: no es fácil pasar la soga como fue pasada por debajo de la cama, ligar las cuatro extremidades de manera continua si el occiso se está moviendo, es simple instinto de preservación.
— Podría estar drogado.
— Podría, sólo le estoy dando mi análisis preliminar sin ninguna conclusión. Los forenses contestarán a todas estas preguntas.
— ¿Se sabe a qué hora murió?
— Por el momento, tenemos una ventana horaria declarada por la viuda, entre esta mañana a las nueve y las trece, en que ella se fue a pasear sola al shopping. Su marido se quedó porque esperaba una llamada telefónica.
— ¿Llamada de quién?
— Ella no lo sabe, su marido no lo mencionó, sólo sabe que se trataba de negocios.
Por instinto dirigí la mirada a Helga, recortada dentro del dintel, que seguía contenida por la agente femenina en un rincón, en el ambiente posterior al dormitorio. Por alguna extraña razón, ella tenía sus ojos fijos en mí. Sentí un escalofrío, una sensación de que la esposa de la víctima no destilaba pena, sino resignación. Es raro de describir, es probable que mi instinto, acostumbrado a identificar mentirosos que dicen haber visto ovnis o testigos improbables de sucesos extraños, buscando ser más valiosos que la propia información, curtieron con el paso del tiempo algunos de los músculos que dominan mi escepticismo. Sus pestañas cayeron con lentitud y a mí me pareció que me estaba enviando un mensaje furtivo, que di por captado con un movimiento casual de cabeza.
Sicher interceptó la seña y me susurró:
— Ni se le ocurra acercarse, no es una testigo, es una sospechosa. Y cualquier cosa que vaya a publicar en su blog, es a partir de mañana, ¿estamos?
— No tengo nada, comisario, déjeme llevarme algo. Si no, esta nota no la va a leer nadie.
El comisario captó que, por su lado, todo el esfuerzo para permitirme entrar y hacer la nota, y por el mío, haber llegado hasta aquí sin una punta de escaso interés, ameritaba una comprensión profesional y un obsequio diferenciador.
— Venga, le dejo este dato y se va de aquí ya mismo.
Asentí con la cabeza y seguí los pasos del comisario, que dio la vuelta a la cama mientras se calzaba un guante de látex para ponerse al lado del occiso. Con el dedo meñique enfundado me señaló una pequeña marca de fricción en el cuello. Yo acerqué mis ojos y observé con claridad lo que el comisario me señalaba.
— Alrededor del cuello del muerto hubo una cadenita o un cordón, hay que determinar qué era. El tipo de rasguño es de fricción, un tironeo. El asesino o asesina se lo llevó. Lo grave es que la esposa desconoce que tuviera una cadena, medallón, joya o alguna cosa que ella sepa, colgada del cuello.
— ¿Y usted cree que ella dice la verdad?
— Todavía no lo sé, me parece raro que su mujer no sepa qué cosas le cuelgan a su marido.
Desestimando el comentario descomedido de Sicher, abandoné el departamento con la certeza de que Helga me seguía con la mirada. Era una percepción inexplicable, improbable. A menudo pienso que la intuición es una capacidad mágica de índole irracional, ya que sucede sin razón o a pesar de ella. Puedo asegurar que oía algo parecido a su voz repiqueteando en mi interior. Me permití imaginar que ella me decía: “tenemos que hablar, tenemos que hablar”.
De modo que, apoyado en esta inferencia, me dispuse a rellenar los huecos carentes de toda información para repasar viejas experiencias, patrones, secuencias que encendieran mi inspiración y convertir esta nota en algo honesto y trascendente. Para qué mentirse, si no consigo una nota que haga explotar mi blog, voy camino a la miseria. Este caso tiene condimentos exóticos: un asesinato ritual, con un arma indefinible, un orificio con una marca en bajorrelieve y el robo de un elemento negado o desconocido por la esposa del occiso. Un alemán definido como “empresario cultural”, su mujer que pareciera querer hablar conmigo, pero no delante de la policía.
La sección policial de los diarios y canales hegemónicos se ocupará mañana de los aspectos legales, buscará culpables y lo tendrá dos o tres días de comidilla antes de taparla con otra información. Aquí es donde yo me tengo que hacer fuerte: por suerte, los diarios y portales más importantes instalarán y distribuirán la noticia y atrás iré yo para poner luz en el caso. Yo ya sé que esto es más que una nota de la sección “policiales” y tengo que abordarla de plano como un hit editorial. Esto es lo que pensé por necesidad, y la punta del iceberg estaba en mi computadora. Yo ya había visto un ritual como éste no hace tanto, estaba convencido.
Lo primero que hice fue buscar notas históricas en mi blog filtrando con todos mis tics, “crímenes extraños”, “crímenes rituales”, “ritos satánicos”, “muertes satánicas”, pero nada. También tildé mis hojas de cálculo con los accesos directos a YouTube con la expectativa de encontrar un link a un documento que pudiera haber guardado sólo por interés profesional. No sería la primera vez que regurgito alguna versión que anda por allí para darle algo qué leer a mis suscriptores cuando no hay notas ni inspiración. Está claro que empecé con el pie izquierdo. Demasiado tarde para pensar en una fórmula que me reavive la memoria.
De pronto se escucha la eufonía diminuta de una llave, armonizando con la pulsación psicótica de mi dedo sobre el botón izquierdo del mouse. Miro el reloj: las ocho de la noche. Olvidé que me visita Laurita, mi hija. En ese instante reflexiono sobre lo descuidado que soy en general: no compré nada para cocinar, no pasé la escoba ni saqué los restos de la cena de ayer.
Laura entra a mi escritorio y me da un beso en la frente. No dice nada porque lo imagina. Con la paciencia de siempre, se abstiene de realizar calificación alguna y se detiene en lo que ve sobre la pantalla de mi computadora.
— ¿Qué estás haciendo en una hoja de Excel?, ¿tu contabilidad?
— Acepto la ironía, hija —me rio con una falsa carcajada—, los impuestos y yo seguimos transitando por caminos opuestos, un poco porque mi economía no necesita contador para tan poco; y mi moralidad fiscal es como un músculo que ha perdido tonicidad…
Ella me da con la palma sobre el hombro cariñosamente:
— ¿En qué andás, papá?
— Hoy estuve en una escena de crimen muy interesante. Ritual. ¿Querés ver lo que traje?
— A ver —dice con inocultable resignación.
Fui hasta el perchero para sacar la mini cámara del bolsillo de mi saco y con el mismo envión volví para conectarla en el puerto USB. El programa automático descargó el material y en pocos segundos tenía la película en el reproductor. Laura y yo sentimos un escalofrío simultáneo y nos miramos, sacudiendo el estremecimiento. Ella observa la filmación con su habitual escepticismo, sosteniendo los trémulos residuos del sacudón final:
— Es religioso —dijo.
— ¿El crimen?
— El ritual. Pertenece a un contexto histórico distinto que el actual, me da a “antiguo”. A simple vista hay una crisis de lo sagrado con lo profano, el muerto está en cruz, pero no hay rituales cristianos, que yo conozca, donde se entrega a un individuo a la muerte como homenaje a Cristo. Hay un culto detrás. Como dice Ernst Heinrich Weber, todo dios requiere un culto, luego todo culto termina siendo religioso.
— ¿Pero a vos te parece que esto es derivado de alguna ceremonia cristiana?
— No lo sé. Yo soy psicóloga, no teóloga, te describo lo que veo desde mi perspectiva. Se conoce muy poco sobre la motivación psicológica para llevar a cabo la realización de este tipo de rituales. Para mí, este señor fue asesinado por alguien que pertenece a un culto y los brazos en cruz me hacen pensar en una crisis entre lo sagrado y lo profano.
— Qué inspirador, gracias.
— Descolgaste la ropa que dejé en la terraza el otro día, ¿no?
Atrapado en la vergüenza del olvido y la desidia, decidí no mentirle, porque ya sabemos ambos cómo soy, y la mentira no le agregaría ni una coma a mi prontuario:
— Claro que no.
— Qué descuidado que sos, dame un rato que subo a buscarla.
— Vamos, te acompaño. Tengo miedo que te rapte algún monstruo nocturno.
Subimos por la escalera. Una vez en la azotea, apreté la tecla para iluminar el espacio, un pobre farol cuya luz tenue apenas nos permite vernos la cara. La noche estrellada dibujaba en recortes oscuros las siluetas duras de los edificios de los alrededores. Laura empezó a descolgar la ropa poniendo los broches en una bolsita de nylon.
— La ropa está reseca y cubierta de hollín, hay que volver a lavarla.
— Es mi memoria selectiva la que tiene dificultades, hija.
Justo cuando iba a lanzarme una seguidilla de palabras que, lejos de enaltecer mi ego, lo descenderían a los acostumbrados conceptos evaluatorios de mi vida en soledad, de repente hubo un movimiento en la terraza del edificio de al lado que está a la misma altura de la mía y que tiene salida sobre la calle lateral: eran las sombras furtivas de dos personas que se apartaban con disimulo de la pared, acomodándose la ropa.
— Esos dos sí que la están pasando bien —dije justo a tiempo para frenar la expresión más baja de su enfado.
— ¿Estaban garchando en la terraza vecina?
— Así parece, fuimos inoportunos.
La mujer abrió la puerta que comunicaba con la escalera de su edificio y desapareció como velocista, pero el hombre vino hasta nosotros, saltó la tapia y se metió en la terraza del edificio en el que yo vivo. Lo reconocí de inmediato, era Tincho, el hijo adolescente de la portera. Su rostro, en verdad, no expresaba vergüenza, sino orgullo.
— ¿Cómo le va, señor Gelman? —me dijo—. Disculpe, es la única forma que tenemos de vernos con Mariana: el marido la tiene muy vigilada.
Laura sigue atónita en su labor, como si no pudiera salir de su asombro. Me pasa la ropa con un empujón para que la sostenga e intenta decirme que despache al degenerado que estaba haciendo cornudo a un pobre hombre del edificio de al lado. O algo así.
— Ah, un romance, como Romeo y Julieta, pero en la azotea en lugar del balcón.
— Cada uno se las arregla como puede, Néstor —y susurra poniendo la mano como sordina—. Hasta trabamos la cerradura para que quede siempre abierta, porque cuando no está el marido a veces me llego hasta el departamento. Me manda un Whatsapp y, como un boy scout, estoy siempre listo.
— ¡Qué pícaros!
— No le diga nada a mi vieja, por favor, que se me pudre el estofado.
Tincho se apuró a desaparecer mientras nosotros emprendimos el regreso al departamento, yo cargado con un boyo gigantesco de ropa para volver a lavar y Laura con la bolsita de los broches, indignada.
— No sé de qué te reís, papá. No podés convalidar a un pospuberto que atiende a una mujer casada.
— A mí qué me importa lo que hace cada quien con su vida sexual. Me cae simpático y además dijo algo que es incuestionable.
— A ver, ¿qué es incuestionable en esto?
— Que cada uno se las arregla como puede.
Antes de ingresar al departamento, Laura me consultó:
¿Compraste algo para cenar?
— En el aparador hay un paquete de fideos.
— Veo que tu esfuerzo gastronómico está basado con burda intimidad en los restos de mis compras de la semana pasada.
Ella se dirige hacia la cocina mientras yo llevo la ropa al lavadero, dejándole un comentario para el olvido:
— Para sorprenderte, encontré en el cajón un sobre de saborizador de finas hierbas. Un toque de manteca y tenemos un manjar “esprit gastronomique”.
De repente escuché el grito de Laura seguido por el estruendo de un plato estrellándose en el piso de la cocina. Salí disparado y la encontré conteniendo el insulto con la mano izquierda sobre la mesada y la derecha en la frente:
— ¡Este gecko de mierda!
Me resultó cómico, aunque me abstuve de exteriorizarlo para no empeorar su humor.
— Es mi salamanquesa Brigitte, mi vieja compañera de hogar. ¿Todavía te asusta?
— ¡Será posible que siempre se me aparece encima de un plato o al lado del bidet! Un día me va a matar del susto. ¿Quién tiene de mascota a un dinosaurio en miniatura, papá?
Con el esfuerzo de contener la carcajada, levanté la mano derecha y comencé a enumerar:
— Silenciosa, no necesita cariño, no me lleva demasiado tiempo atenderla y se ocupa de mantener el equilibrio de la fauna hogareña. Es la mascota ideal.
Un poco después, mientras cenábamos, el humor seguía como recurso indisponible. Ella enroscaba un tallarín y reflexionaba, como buscando el abordaje más suave a una conversación de la que no hay escape.
— Te pagué la factura de electricidad y el impuesto inmobiliario, papá.
— Genial, Laurita, a fin de mes te devuelvo la plata.
— No te hagas problema. Lo que me preocupa es que estás fundido y tu heladera es la rutilante vidriera de la más pálida ausencia patrimonial.
— No tengo tiempo para ir al supermercado, pero qué bien te eduqué para que el sarcasmo en tus labios suene como una pequeña pieza literaria.
— ¿No probaste hacer trabajos como freelancer? Te iría muy bien escribiendo textos comerciales, notas para blogueros con buena audiencia y monetización. Hay muchos sitios en los que te podés postular.
— A mi blog le va bien, es el que más visitas tiene en el nicho de noticias de lo inexplicable.
— Seguí mintiéndote, papá. ¿Cuánto recaudaste el mes pasado? ¿Cuántas suscripciones nuevas recibiste? ¿Vendiste publicidad?
— Me juego todo el resto a la nota que te mostré hace un rato, es un hit.
— Lo mismo dijiste la última vez, ¿qué era? “Thanatos”.
— El Thanatos y la pulsión de la muerte que obliga a los seres humanos a participar en actos arriesgados y autodestructivos. Vos me ayudaste con la mirada de Freud sobre el tema. Estaba bien redondita, no podía fallar.
— No importa la nota, es un problema de demanda, no de oferta. Yo veo la calidad, los videos que cortás, los reportajes… ¿A quién le importan estas notas? Por más documentadas, ingeniosas y bien escritas que las hagas, no son materia de interés para pagar una mensualidad.
— Un dólar, un mísero dólar…
— Un dólar o un centavo, creo que si las ponés gratis tampoco te las van a leer. Yo le pagué a tu community manager y sé cuánto te cobra por hacer el trabajo en redes sociales para promocionar tu página. Con lo que recaudaste no te alcanzó para pagarle.
— Quizá tenga que cambiar de estrategia.
— O buscarte un trabajo.
— ¿Y de qué?
— Ya te dije, freelancer o quizá periodista de actualidad. ¿Ninguno de los canales en los que trabajaste te puede dar laburo? Tenías cierto prestigio, ¿con quién te peleaste? ¿A quién le dejaste una factura pendiente?
— Preguntale a tu madre, ella vivió el proceso.
— Mamá no resistió más, se cansó y se fue.
— Problema viejo, deja a su compañero de ruta cuando más la necesita. No me hables de ella.
— ¡Vos invocaste su nombre!
— Esta nota me salva o me hunde, Laurita.
— Ojalá me equivoque, papá, de todo corazón quisiera que encuentres la forma de levantar este muerto.
…
Ya mencioné que tenía aceitado el sistema de comunicación con la Superintendencia de Seguridad Metropolitana. Mi fortuita relación con Estrella, la persona que me abastece de información, es todo un método en sí mismo. Trataré de resumirlo: ella trabaja en el área de prensa y está casada con un hombre de seguridad. Fin del resumen. Siempre me perdono diciéndole que no tengo la culpa de que mis canas le resulten irresistibles. Ella se ríe y me dice que se perdona hasta que el marido se dé cuenta y el problema quede sepultado para siempre…
Cuando la llamé a su celular, ella dijo “¡qué tal, Mariela!”. Eso significa que hay alguien cerca. Por supuesto que en el display de su teléfono también figuro como Mariela. Una vez le pregunté si en verdad tenía una amiga con ese nombre, y me contestó con una sonrisa intrigante: “no querrías saberlo”, así que en mi papel de Mariela le dije:
— Necesito obtener el número de celular de Helga Kummer, la esposa de Raymond Scharman, el caso del crimen que me soplaste ayer.
— No, Maru —me dijo con genuina preocupación—, mi vieja me saca a patadas. Mejor esperá un poco hasta que se le pase la mufa.
Esto de comunicarnos en “clave de trampa” a veces me embrolla la verdadera comprensión de lo que me está diciendo. En principio supongo que “mi vieja” es el marido y “la mufa” es que todos los ojos están puestos en el caso. Sentido común y un par de años de compartir sábanas. Hasta aquí, sobrelleva nuestros encuentros con absoluta idoneidad. Ella juega con fuego, su marido es un petardo: si nos pesca, somos historia.
— Fijate qué podés hacer, de verdad que lo necesito.
— Igual sería fantástico que nos encontremos hoy, así le compramos juntas el regalo.
— O sea que me estás cambiando información por sexo.
— ¿Ves por qué somos amigas? Nos entendemos con pocas palabras.
Y todo este esfuerzo dialéctico para encontrar la punta del ovillo. Si mi intuición no me falla, Helga está esperando que me comunique con ella. El problema es que Sicher me advirtió que no me acercara. Los diarios de la mañana, como previmos, se ocuparon del tema. Nadie reparó, por no ser evidente o por estar disimulado ex profeso, en el rasguño del cuello y en el detalle del bajorrelieve alrededor de la perforación en la frente. Es un dato que no circuló, de modo que lo que se sabe es lo que la policía quiere que se sepa.
Se menciona a Helga como esposa del difunto, no como testigo ni como sospechosa. Está claro que Sicher puso a resguardo todos estos datos. Difícil de entender por qué me permitió a mí tenerlos, pero esto es algo que se irá comprendiendo más adelante. A decir verdad, alguna de las publicaciones se ocupó de la esposa, con cierta distancia en el enfoque, lo que me dio a presumir que ella también estaba escondida en el proceso. Todo muy oscuro.
Me acerqué a la Superintendencia de Investigaciones con la esperanza de que el comisario me diera los datos de Helga, y anoticiarse por prepotencia de la actualidad sobre mi intención de ir a verla. Me mandó a decir por un agente que no tenía tiempo para atenderme, y me doy cuenta de que muy bien no le cayó que me instalara en una banqueta de hierro con almohadones de cuerina delante de la que desfiló varias veces fingiendo ignorarme. No puedo decir que le torcí el brazo, pero sí que el premio de mi persistencia al final llegó: ¡venga, Gelman!, me dijo y cerró la puerta detrás de mí cuando me senté en el mínimo asiento enfrentado a su sillón ergonómico que parecía diseñado en la NASA.
Calzaba zapatos con suela de goma importada. Lo sé porque, cuando estiró los pies sobre la tapa de su escritorio, me quedaron de frente a un metro de distancia. Es una escena surrealista. A la derecha de sus pies, hay una pila de hojas debajo de un pisapapeles que consiste en una masa o martillo con forma de Icosakaihexágono: a ojo de buen cubero le calculé 26 lados. Tiene un mango de madera tallado en cuyo extremo hay una tira de cuero para sujetarlo a la muñeca. Tendrá en total unos 25 centímetros de alto.
— ¡Qué es lo que le pasa, Gelman!
— ¿El martillo es para atender a la prensa indiscreta?
— Se le llama Mjolnir, es un modelo en escala del martillo del dios Thor.
— ¿El de las historietas?
— Digamos que sí.
— Voy a ir a ver a Helga y quería que lo sepa, porque respeto su palabra y la mía.
Sicher se masajeó los párpados con los dedos en gesto de resignación. Yo conté hasta veinte y creo que él también:
— Esto, como noticia, se muere en dos días. Deme 48 horas y después haga lo que quiera.
— Me pierdo la inercia de la inmediatez: es la diferencia entre la primicia y el diario de anteayer.
— La mujer es sospechosa, todavía. Hasta que no termine de sacar a la luz lo que me oculta…
— ¿Qué es lo que le parece que le oculta? ¿No quiere justicia para su marido?
— No sé, es difícil de explicar. Estoy seguro de que hay algo que no sabe, no quiere, o no puede decir.
De pronto se abre la puerta e ingresa sin pedir permiso una agente femenina. Se da cuenta de que estaba interrumpiendo con imprudencia una reunión cuando Sicher la deja pagando su imprudencia:
— Ibáñez, ¿usted es pelotuda? ¿Cuántas veces le dije que no entre a esta oficina sin pedir permiso cuando la puerta está cerrada?
— Disculpe, señor, no sabía…
— Raje de acá y no la quiero ver en todo el día.
— Es que necesito pasarle un parte del fiscal Andrizzi.
El comisario me contempla con los ojos inyectados. Yo comprendo que se trata de nuestro tema en cuestión, y cualquier cosa que la agente diga puede ser un problema. La mujer policía se siente abatida por la incomodidad. En realidad, no sabe cómo disculparse y cumplir al mismo tiempo su misión. Sicher no quita los zapatos del escritorio. Yo también me siento desubicado y ofrezco salir por un momento para distender las condiciones objetivas. El humor de Sicher eclosiona y humilla a la agente:
— Aprenda a usar el teléfono interno y a interpretar la simbología de una puerta cerrada. La próxima vez que pase esto, termina lavando los platos en la cocina de la comisaría. Cuando termine con el señor Gelman, la llamo para que me pase el parte.
La mujer salió con los ojos inundados y un insulto contenido entre los labios. Sicher bajó los pies y observó su reloj pulsera. Creo que eran las 11 de la mañana.
— ¿Algo más, Gelman?
En este punto es bueno reflexionar sobre lo ocurrido. Todo puede haber sucedido como lo conté, sin segundas lecturas, pero como soy un experimentado remador de información y otros interlocutores más poderosos o más inteligentes me han porfiado datos antes, me permito desconfiar sobre si la inoportuna irrupción de la agente policial no le dio al comisario un atajo pertinente para sacarme de encima sin conceder nada de nada.
No obstante, como el que avisa no traiciona, me concedí el permiso de pasar por el departamento de los Scharman sabiendo que me encontraría con una guardia imperial custodiando la puerta clausurada con una cinta perimetral. Dos policías me atienden en el sentido más literal de la acepción:
— La prensa debe dirigirse a la Superintendencia de Investigaciones —me dice uno de ellos levantando las palmas para frenar mi avance.
Me reconoce sin mediar identificación. Me pregunto si la orden era para cualquier periodista o exclusivamente para mí. Con mi mejor gesto de inocencia les consulté como al pasar dónde se alojaba la señora Helga. Los hombres se miraron con mutuo desconcierto y levantaron los hombros al unísono. Clara señal de que no tenían la menor idea.
No está en su departamento, no está en la Superintendencia (Sicher dijo que era sospechosa, no culpable), ¿dónde estaba? No hay forma de abordar la información por este camino. Podría especular buscando en hoteles si hay familiares con el mismo apellido y todo un plexo de opciones, pero el temprano acierto de mi intuición ocurrió en la mañana cuando le pedí a Estrella que averiguara el celular de Helga para intentar un avance personal, con la convicción de que su gesto en el departamento me pedía a gritos que la llame.
La respuesta de Estrella llegó cerca de las cinco de la tarde. Ella empezó negociando sin nada de vergüenza, entendiendo que sus necesidades sexuales estaban por encima de mis intereses profesionales. En este punto parece pertinente declarar que mis necesidades sexuales no están a la zaga de mis prioridades. En otras circunstancias estarían a la vanguardia, porque Estrella es lo que en términos de gastronomía podría describirse como un manjar que bien vale la pena venerar, de manera que cuando ella es quien demanda atención y el que tiene el privilegio de acceder al plato es un hombre 11 años mayor, sólo resta servir la mesa y disfrutar ese momento, que siempre puede ser el último.
Ella se durmió en la estación más profunda del encuentro habiendo recorrido todo el camino sin pararse de manera definitiva en ningún andén. Eso tienen las escaseces de Estrella: pasa del remanso al vórtice olvidándose del presente, de las potenciales heridas, de los potenciales heridos y de cualquier peligro inherente. Yo, entre sueños, alcancé a contemplar mi reloj y brinqué como un resorte. Estrella, sobresaltada, miró mis gestos, tomó su celular que descansaba apagado sobre la mesita de luz y, al encenderlo, su gesto de relax pasó al de la conmoción. También se le llenó la bandeja de mensajes sin contestar.
— Me dormí, la puta madre. ¿Y ahora de qué me disfrazo?
— Son las once, ¿te pido un taxi?
— Sí, y agregame un abogado… o un patrullero, porque me va a matar.
Llamé a la agencia de taxis de siempre, la que me permitía saltear con tranquilidad cualquier preocupación de que ella llegara a salvo a su hogar.
— Vos sos el creativo, dame una excusa.
— Fuiste al shopping con Mariela, te tentaste con una película y te metiste en el cine.
— ¿Por qué no avisé?
— No tenías señal, pensaste que la película terminaba antes.
— ¿Qué película?
— Espera que miro qué están dando.
Busqué en internet desde el teléfono y fui directo a los cines del shopping.
— ¿Con qué película no te preguntaría detalles? —pregunté.
— Románticas, infantiles…
— La Bella y la Bestia, dura 123 minutos y acaba de terminar.
— Listo, entonces, conozco la historia de la versión musical en dibujitos animados.
— Tengo una bolsa de un local de prendas femeninas, un regalo que le hice a Laurita. Podemos meter algo adentro para disimular.
— ¿Qué tenés?
Revisamos juntos el ropero y encontré una vieja camisa de mi hija que sirve para el simulacro. Cuando el auto tocó bocina, le recordé que me tenía que dejar los datos de Helga. Ella se palmeó la frente:
— Casi me olvido.
Me dejó un sobre de papel manila usado, lleno de sellos y firmas tachadas. Se fue con un beso profundo, asfixiante, como si fuera el último, y bajó las escaleras a la carrera. Los tacos repicaron en el silencio como una lluvia de piedras sobre un techo de chapa. Vi por la ventana cómo se subía al taxi y le indicaba el destino y la urgencia.
Dentro de la heladera, para variar, no había nada. Me preparé un café, cené cuatro Criollitas con queso untable. Dentro del sobre había una fotocopia de la denuncia por la muerte de Raymond Scharman, estaban los datos de Helga Kummer, incluyendo su teléfono celular y se citaba un domicilio provisorio en un hotel de cuatro estrellas en Barrio Norte. Antes de claudicar en el recuerdo de semejante encuentro vespertino con Estrella, recibí su mensaje de voz con el susurro, poniéndome al tanto de sus peripecias: “De ésta zafamos, pero no me puedo descuidar más, no sabés la cara que tenía”.
…
Helga me recibió en el desayunador del hotel. La primera condición positiva consistió en confirmar mi intuición de que ella necesitaba comunicarse. Creo que la suerte coincidió para ambos, con mi llegada fortuita a ese departamento. Estaba sumida en una soledad extrema, inesperada: con el marido asesinado, sin amigos confiables y con la policía tratándola como sospechosa de esconder elementos que pudieran servir para el esclarecimiento del crimen. Le pareció que yo podría darle una mano en ciertos sucesos que necesitaba esclarecer. Al menos eso es lo que creí.
Tenía lentes oscuros con los que se cubría los ojos que se notaban hinchados, vestía de negro, como para el casting de una viuda a la que le daba el fisic du rol. Hablaba bastante bien el castellano, aunque algunas de sus expresiones cerradas obligaban a adivinar el sentido de la oración. Mencionó como al pasar que esperaba que los forenses le entregaran el cuerpo del difunto, con los que habría de tramitar un regreso a su país. Dijo que desde 2014 venían con cierta frecuencia a Argentina por “negocios” y que habían alquilado el departamento porque querían adoptar a Buenos Aires como residencia definitiva en un futuro no muy lejano. Mi olfato me dice que esto no es del todo verdad.
— Créame —aseguró Helga con tono firme, aunque su voz parecía deteriorada—, estábamos poniendo en orden nuestros negocios en Europa para afincarnos en este país. Y ahora todo está en penumbras. Es una desgracia.
— ¿Qué cosas está dispuesta a conversar conmigo que con la policía no?
— Mi marido, hace unos meses, entró en una operación de setecientos millones de euros. Firmó un contrato de confidencialidad que, de ser violado, nos dejaría en la ruina. Antes de viajar a Buenos Aires, Raymond fue muy… ¿cómo dicen ustedes?, quisquiñoso…
— Quisquilloso.
— Eso, quisquilloso, respecto a que, si algo le llegara a suceder, tendría que cobrar lo nuestro y desaparecer en silencio. No hay chance de denunciar nada ante la ley.
— Pero yo soy periodista, lo que usted me cuenta aparecerá publicado.
— Yo le propongo un trato. Le doy una clave para que investigue cuyos resultados usted deberá guardar hasta que yo esté a salvo y con el negocio terminado. Mi promesa de silencio con mi marido se termina cuando yo cierre el trato y vuelva a Stuttgart.
— ¿Y cómo sabe que yo cumpliré mi palabra?
— Pesará en su conciencia. Si usted saca a la luz la clave que yo le voy a dar, me pasará lo mismo que a mi marido. ¿Una nota es más importante que una vida para usted?
— Si me está probando, le digo que en estos días la ética me va importando cada vez menos.
— No me parece usted una persona capaz de cualquier cosa por una nota. De hecho, el comisario lo dejó entrar a una escena de crimen porque le tuvo confianza. ¿Por qué será?
— ¿Por qué no le propone al comisario Sicher cambiar información por confidencialidad?
Ella se mostró decepcionada por este comentario y fue elocuente con sus gestos como para que yo tomara nota. Se acomodó en el sillón, sacó un pañuelo descartable de su cartera de mano y se sonó la nariz con mucha delicadeza. Estos segundos reflexivos me permitieron ver a una mujer fina, aunque dura, culta, pero con evidentes aptitudes para embarrarse los pies. Sin embargo, su perfil no termina de cerrarme. Mi foto interior de una mujer que acaba de perder al hombre que ama me permite imaginar el rictus de una persona devastada, con el universo colgado de su espalda. Ella no sufre desolación, apenas está triste, por eso me pregunto qué clase de relación tiene con su marido, si los une el amor o el interés comercial.
El perfil sería nada más que un dato anecdótico si no fuera que me postulo para quedar en medio de un fuego cruzado en el que una mujer podría hacer cualquier cosa con tal de no perder una operación comercial. En principio me resisto a creerlo, pero no sé si en verdad ella no tenga algo que esconder y yo formo parte providencial de un plan para dejarme expuesto, pagando los platos rotos.
— Quizá me equivoqué con usted —exclama Helga—. Lo que dice es una ingenuidad. Todo en este mundo se maneja por dinero y por poder: la seguridad, la justicia, la política; hay tanto en juego… ¿Qué piensa que haría un grupo de policías con un botín de setecientos millones?
— ¿Qué negocio cultural vale tantos millones de euros?
— Muchos, pero éste en particular tiene aún un valor de reventa de la misma envergadura.
— Es decir que usted vende algo a setecientos que el comprador venderá a mil cuatrocientos.
— Desde lo potencial es así, aunque no creo que el comprador vaya a venderlo.
— ¿Por qué cree eso?
— Intuición femenina, nada más.
— Me cuesta comprender el concepto de “negocio cultural”.
— Podría definirse como un tráfico legal de piezas de arte y/o arqueológicas. Digamos que no es un comercio santo, pero sí legal.
— Por este motivo no lo puede blanquear con la policía.
— Admito que ésa es la mitad del problema.
— ¿Tiene detalles concretos de la operación?
— Por seguridad, Raymond, prefería no ponerme al corriente de algunos detalles. Sólo sé que mi marido llamaba “Muspelheim” a la operación y que hubo un emisario nazi en tiempos de Hitler por este tema en Argentina. Deduje por una conversación que escuché de manera involuntaria que el comprador estaba interesado en un objeto que escondía textos muy antiguos de valor religioso y místico.
— ¿Y usted sabe quién es el comprador?
— Por supuesto que no.
— A ver si lo entiendo: usted me dice que no sabe qué cosa quería vender su marido y tampoco sabe a quién.
— Ésa es la otra mitad del problema.
— No tiene nada.
— Pero vale setecientos millones… Una vez a Raymond se le escapó que el objeto en cuestión podría desatar una pandora de corrupción, intriga y muerte de dimensiones apocalípticas, que tenía que cuidarme porque era muy peligroso abrir la boca con imprudencia. Por eso me mantenía alejada.
— ¿Muspelheim es un nombre? ¿Un apellido?
— Un secreto. Cuando mi marido la pronunció por primera vez, la busqué en Google: Es el reino del fuego en la mitología nórdica, hogar de los Gigantes de Fuego. “Muspelheim” significa “mundo del fuego u hogar del fuego”, pero no sé a dónde lleva este dato, no conozco el oficio de investigar, no se me ocurre por dónde empezar, no conozco a muchas personas en Argentina, no tengo parientes ni contactos útiles.
— ¿Y yo soy su única esperanza? Usted está jodida.
— Estoy jodida de todas formas, y usted es el miserable hilo de luz que le queda a mi oscuridad.
— ¿Y a cambio de qué elemento inmediato su marido recibiría setecientos millones de euros? ¿Qué entregaría él al pagador? ¿Una promesa? ¿Un documento? ¿Un objeto grande o pequeño? ¿No le faltó algo de las valijas, de los cajones?
— No lo sé, de verdad.
— ¿Su marido llevaba algo colgado del cuello?
Helga quedó perpleja por la pregunta. Se notó cierta inquietud, algo con estatura de revelación le golpeaba el rostro, por eso me apresuré a aclarar:
— El comisario Sicher me mostró un pequeño rasguño en el cuello del cadáver, una quemadura de fricción. Podría ser una cadenita o un cordón, es pura intuición.
— Qué raro, los diarios y los portales no dijeron nada… Y el comisario tampoco me dice nada, pero asumo que me quiere adjudicar el muerto. Ahora entiendo por qué me preguntó si Raymond llevaba algo colgado en el cuello…
— A mí también me intriga. Es evidente que se está ocultando la información, o no es relevante.
Ella se reclinó en el respaldo sin abandonar su actitud de intranquilidad. Parecía abatida. Yo también me sentí incómodo, con culpa, en la seguridad de haber cometido una infidencia; resulta evidente que Sicher no había compartido ese dato con ella, aunque sí conmigo. En mi opinión, esto influirá en forma negativa en mi relación bastante precaria con el jefe de la Superintendencia de Investigaciones.
— No lo sé, nunca fue muy afecto a los accesorios: ni anillo de bodas usamos.
— No dormía con su marido.
— ¿Por qué lo dice?
— Si durmiera con él, sabría si tiene una medalla o un amuleto colgado del cuello.
Helga bajó la vista, ruborizada, como pescada in fraganti en una posición embarazosa. Volvió a sonarse la nariz y desprendió la espalda del sillón.
— Espero que la misma astucia le sirva para encontrar una respuesta al enigma de Muspelheim.
— ¿Qué espera de mí? ¿Cuál sería el resultado empírico al que aspira?
— Lléveme a los setecientos millones. Si todo sale bien, seré generosa con la comisión.
— Yo no soy detective, no cobro por investigar…
— Vamos, Néstor, le hablo de salvar su economía para siempre.
— Ya veremos. Por ahora enfoquémonos en la serie de notas que voy a publicar en mi blog. La palabra que estoy dispuesto a darle es ir amasando la noticia y mandando anticipos. Cualquier dato que la involucre, esperará hasta que usted se encuentre instalada en su país.
— No me comprometa, por favor, se me va la vida en esto.
— Le doy mi palabra. También le pediría que evite hablar con Sicher sobre esta reunión. Temo que será un estorbo y no me dejará avanzar en libertad. Déjeme hacerle una pregunta más: si averiguamos qué es lo que está en venta, ¿tiene acceso?, ¿conoce los lugares secretos?, ¿las cuentas? No sé, ¿cajas de seguridad donde podría estar oculto un objeto de tanto valor?
— Estoy segura de que cuando sepa con exactitud de qué se trata, sabré dónde está escondido y el tema quedará resuelto.
— Voy a ver qué puedo averiguar.
— ¿Necesita dinero para gastos?
A los cincuenta y seis, luego de un balance de sumas y saldos bastante austero, reviso la propuesta de mi “clienta” y me pregunto si estoy en condiciones de desechar una oferta económica. Confieso que he sido derecho y que he perdido empleos por esto. Miro adentro de la heladera y de la alacena y sólo encuentro oquedades vergonzosas, observo la lista de impuestos pendientes de pago, contemplo la liquidación de la tarjeta de crédito excedida e inoperante y me arrepiento de las deudas acumuladas con Laurita. ¿Qué he conseguido con aquello? También confieso que en otra etapa más cercana he sido voluble, gris, híbrido. El resultado económico no ha sido mejor.
El dilema más profundo radica en que no consigo confiar en Helga, no le creo nada de lo que me dijo. Sólo algo me tranquiliza: que la investigación la voy a hacer de cualquier manera, que no tengo ningún compromiso formal con ella y que, en el peor de los casos, dilucidaré el enigma con la libertad de prescindir de cualquier obligación con ella, sea verdad o mentira la historia que sostiene con tanta precariedad.
Cuando me preguntaba sobre la dignidad de mi situación patrimonial respecto de hacer cualquier cosa por una nota, recibí en mi celular un email de la División de Medicina Legal con el adjunto de la imagen prometida del cadáver de Scharman.
Volví a casa con la determinación de trabajar en Photoshop con el grabado bajorrelieve que se observa alrededor de la herida mortal. Había dos objetivos excluyentes que alcanzar: primero refinar e identificar el diseño y luego descubrir su significado.
El oficio del bloguero freemium tiene particularidades que tuve que aprender de grande. Pensar que cuando tenía ideales y creía en la libertad de expresión, en la independencia de la palabra y hacía periodismo con una Olivetti Lettera 32, la aventura de salir publicado o ser contratado por un medio de comunicación era toda una utopía. Hoy sacar tus propias fotos, retocarlas en la computadora o incluso optimizarlas para que tengan la resolución y el tamaño ideal para Internet; publicarlas, editorializarlas y conseguir que la gente las lea se convirtió en una tarea ciclópea, individual, con mucho de artesanía, creatividad e ingenio. Para bien o para mal, y a falta de un empleo fijo, lo que el bloguero consigue lo hace artífice de su destino. Hay que saber un poco de marketing, un poco de redes sociales, seleccionar cuál es material gratuito para los lectores y ser preciso, casi genial con el material premium, o pago.
Ahí estaba yo frente a la pantalla, tratando de hacer que unos píxeles deformados, caracteres explotados y cubiertos de sangre me permitan descubrir el dibujo que hay debajo. Dos horas de trabajo probando filtros, realizando trazados, sacaron a la luz el diseño.
Logré identificar un círculo externo que podría ser un animal mítico como un dragón o una serpiente mordiéndose la cola. Adentro del círculo hay un texto en arco escrito en latín que con mucha inspiración podríamos interpretar como: SERVO NOS BELLATOR, que a fuerza de pedirle a la herramienta de Google que nos saque del embrollo podría traducirse como SÁLVANOS DEL GUERRERO.
Y, por supuesto, en el centro, el orificio mortal que produjo un corte limpio y que invita a pensar en un arma mortífera con empuñadura, introducida con experticia y ferocidad en la frente de Raymond Scharman. Me las ingenié con las herramientas de edición para aislar el diseño de la frente y obtener un dibujo plano que pudiera ser mostrado a un especialista sin horrorizarlo.
Mi primera impresión es que, en este crimen, en el cual la muerte tiene simbología y mensaje, se notan las condiciones objetivas de la ritualidad cristianopagana. Creo que ya mencioné que estoy seguro de haber visto una cosa igual no hace tanto tiempo.
Estuve otras dos horas buscando con los datos acumulados una punta de ovillo para tirar de ella. La frase en latín y su traducción me llevó a tráilers cinematográficos. La descripción del grabado no dio ningún resultado vinculante y la clave Muspelheim aportada por Helga no le agregó ninguna luz a esta oscuridad.
[1] Policía Federal Argentina
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